Ventanas, asientos y baños rotos, mal olor y gente
amontonada: impresiones de una cronista de Clarín en un viaje de terror.
ENVIADA ESPECIAL -
08/07/12
En la boletería de Plaza Constitución, la empleada
imprime el pasaje, se acerca a la ventanilla y, sin que nadie la vea, susurra:
– Llevate frazadas. Y llevate un mantel de hule y cinta porque si las ventanas
no cierran, cuando atravieses el campo te vas a descomponer del frío.
– Pero saqué en primera clase.
– Por eso.
Lo que estaba por venir era un viaje de 15 horas con
vagones sin luz, con letrinas inundadas y ventanillas apedreadas, con pasajeros
sin boleto sentados en los pasillos chorreados de pis, con manos moradas del
frío y con sacudones tan violentos que encendieron la paranoia de un
descarrilamiento. En el tren de Ferrobaires que va a Bahía Blanca, ésto es la
primera clase.
Son las ocho menos cuarto en la estación Constitución y
el vagón de la clase “turista” está absolutamente a oscuras. Algunos pasajeros
suben tanteando los escalones con los pies. Otros, fuerzan las ventanas y meten
los bolsos con las compras que hicieron en Once. Los familiares de los presos
de la cárcel de Sierra Chica, en Olavarría, y del penal de Saavedra, acomodan
los víveres. En clase turista, los asientos tienen las tripas sueltas y no se
reclinan un centímetro. Y como la energía se produce por generador eléctrico,
cada vez que el tren arranca se enciende una luz pálida; cada vez que frena, el
vagón queda a oscuras y en silencio, y los chicos lloran. Turista es la peor
categoría de un tren que en su esplendor, hace 50 años, llegó a tener camarotes
y mozos. Tarda en llegar 6 o 7 horas más que un micro y si va lleno es porque
el pasaje cuesta $58: casi 6 veces menos que un micro ejecutivo.
El tren parte una hora y cuarto después de lo previsto y
nadie se queja. En primera clase ($72) a los pasajeros sólo se les ven los
ojos. Duermen –o tratan de dormir– con gorro de lana, bufanda y guantes y
envueltos en frazadas apolilladas. Y la estrategia de tomar mate para
calentarse tiene una enorme contra: el baño es una cápsula helada, por el
agujero del inodoro se ven las vías y para bajarse los pantalones hay que ser
valiente.
“A los asientos se le salen los hierros y a veces no
podemos subir los bolsos al portaequipaje porque hay gente durmiendo ahí
arriba. Ahora entró la lluvia y el piso está empapado y con el ambiente que hay
si te dormís te quedás sin bolsos”, dice Karina D’agostino, que viaja seguido a
comprar telas para confeccionar ropa. “El otro día saltamos por el aire y
pensamos que descarrilaba. Y la otra vuelta se quedó sin frenos y nos caíamos
uno encima del otro. Es un horror”, dice Myriam Rodriguez, que viaja una vez al
mes a visitar a un hermano que tuvo un accidente.
El comedor parece un bar del conurbano. Los cocineros
escuchan cumbia, alguien fuma y putea porque pierde Boca y aunque es la hora de
la cena, está vacío. Eso porque el único menú es una presa de pollo con una
papa al natural que cuesta, sin bebida ni postre, 50 pesos: casi lo mismo que
el pasaje.
Es de madrugada y el silencio asusta. Hay ojos de buey
que en vez de vidrios tienen bolsas de consorcio negras pegadas con cinta. Hay
bultos tapados hasta la cabeza, hay inodoros arrancados y caídos, hay espejos
martillados, hay olor a vómito, hay gente sentada en los baños con la mirada
perdida y hay un hombre parado en el estribo cubierto con una colcha roja, como
un zombie, hablando solo. Y el tren se para. Y nadie sabe por qué. Del otro
lado, sólo hay campo, oscuridad y dos grados bajo cero.
La noche se hace eterna. El pullman se sacude y los
pasajeros se despegan –literalmente– de los asientos. Alguien dice “ay,
descarrila” y un bebé se despierta y grita “mami”. Amanece y no hay cola para
lavarse los dientes porque en el baño no hay agua. Los pasajeros tiran los
bolsos del tren y bajan entumecidos. Otro viaje de terror acaba de terminar.